LE VA EL DÍA DE LA MADRE

Le va la madre al que diga que el día de la madre debería no ser uno sino todos los días del año. Por lo menos desde el punto de vista alimenticio, me alegra que, al igual que la navidad o mi afeitada a ras, dicha ocasión sólo haga presencia una vez cada 365 días. Y es que, hay que intentar frecuentar un restaurante en esta ocasión para entender este achaque mío. Recién llego, razón que tal vez me haga ser poco objetivo con la experiencia, pero es que si no escribo esta entrada a manera de ácido acetilsalicílico emocional la indigestión no me dejará pensar.
Pasemos por alto el hecho de que mi sobrino menor iba recién regañado y, por consolarlo, estuve a un segundo de pisar un rata muerta en mitad de la calle.
vamos al restaurante, al cual ya no le cabía, como se dice popularmente, un tinto. Una mesera prontamente nos tomó la orden, sencillos cuatro churrascos, y se los pedimos para llevar, viendo la imposibilidad de conseguir una mesa. Luego de unos buenos veinte minutos encontramos, sin embargo, un lugar donde sentarnos, cómodamente junto a la pared metálica que dividía las mesas de la cocina. A los diez descubrimos que en la mesa de atrás estaba sentada la familia de una niña compañera de salón de mi sobrino menor, y éste engendro de tres años ha sabido ligar en un restaurante, cosa que con diez veces su edad se me ha dificultado cosa brava. Unos cinco minutos después llego la misma mesera sobreescribiendo nuestro pedido y excusándose. A estas alturas el hambre ya le impide a uno pensar con claridad, así que, cuando por tercera vez nos tocó hacer el pedido, debí soltar una de esas miradas de "si te vuelvo a ver te mato" a la plana mayor de las meseras. Cuando por fin llegó, unos diez minutos después, y enceguecido por el hambre, mi otro sobrino se apresuró a pone la mano sobre la plancha metálica caliente que sostenía, irónicamente, un pequeño pedazo de carne más bien frío y crudo. El grito de Mateo no se hizo esperar, aunque nuestro afán por saciar el apetito le restó importancia. Para que se distrajera mi madre le dió unas papas, que resultaron picarle la lengua al quemado. Tuve que traerlo a la casa, aplicarle una crema y volver a seguir con la cada vez más fria carne. Mi sobrino menor continúo charlando con su amiga, pese al inconveniente que ninguno de los dos conoce más de 50 palabras y sólo pronunciaban claramente sopa, mamá y bob esponja. Mateo no tardó en volver a picarse y, al intentar tomar agua, se lavó lo suficiente como para perder la crema que estaba sobre su quemada. Por fin nos trajeron la cuenta, donde estaba, por añadidura, una mojarra, que tuve que hacer tachar so riesgo de pagar de más. Eso fue todo en cuanto al almuerzo. Por suerte siempre puedo contar con volver a mi cuarto y ponerles Los Padrinos Mágicos hasta que los vence el sueño. Sólo me incomoda el hecho de saber que este año se va a pasar volando y ya me veo en ese restaurante otra vez, pero, en esta ocasión, pido para llevar.